jueves, 8 de octubre de 2015

En el caos (y sin Madrid)

Pasan lentos los días y muchas veces estuvimos solos. Pero luego hay momentos felices para dejarse ser en amistad. Mirad: somos nosotros. 

Un destino condujo diestramente las horas, y brotó la compañía. Llegaban las noches. Al amor de ellas, nosotros encendíamos palabras, las palabras que luego abandonamos. 

Jaime Gil de Biedma. Amistad a lo largo



You got me singing. Leonard Cohen.

Las cosas que aún no conozco o no he vivido suelen proyectarse en mi cabeza como entre tinieblas, igual que los viajes que aún no he hecho, que suelen dibujarse en blanco y negro y me invade, junto con el entusiasmo inicial, cierto tormento antes de coger un avión. A lo mejor por eso soy bastante cobardica para todo, qué le voy a hacer. 

Miro por la ventana de mi pequeño salón. Ya hace fresco en Madrid, sobre todo por las mañanas y el frío siempre me deprime un poco. Yo también estoy de otoño y con el corazón de mudanza. 

Llega el momento de los adioses. Casi cuatro años, muchos vinos y muchos cielos de Madrid después, ha llegado el momento de volver a casa. Ay, este cielo... ¿Cómo no va a ser tuyo el cielo de Madrid? 



Hay muchas personas que dejan su hogar o su patria forzosamente, así que no me parece serio hacer un drama de esto. 

Pero hace poco me reconfortó leer que las experiencias hay que rebañarles y que de los lugares hay que irse llorando. Ahora ya no me da casi vergüenza reconocer que he llorado algunas veces, y que es probable que cuando cierre la puerta de esta casa, lo haga entre lágrimas y kleneex. Vaya número, pobre señor Andrés, nuestro portero, cuando me vea hecha un guiñapo, con las maletas como si me hubieran echado de casa. 

Ya dije una vez en este caos, que me gustaba tanto esta ciudad porque de alguna manera ya sabía que desde que esto empezó, ya se estaba acabando. 

Claro que volveré. A Madrid se vuelve siempre por muchos motivos. 

Recuerdo cuando aún no vivía aquí y venía a menudo por trabajo. Al coger un taxi en Atocha y subir por Recoletos, dejaba atrás la cuesta de Moyano a la derecha, el barrio de las Letras que se perdía por calles ceñidas, el Museo del Prado… ¿Qué habrá tras esa esquina?, ¿cómo se verá el paseo desde esa terracita al lado del Botánico? 

Al vivir aquí, descubrí que Madrid es como esa mujer elegante y burguesa que a la segunda copa de vino, te das cuenta que le encanta la farra, y mientras el resto hace bombas de humo, ella se queda hasta que amanece. Eso sí, el domingo se lava la cara con agua fría y lista para lo que venga: desfiles, manifestaciones, rastro y mercadillos. 

Desde que vinimos a vivir aquí nos esforzamos por fabricar y coleccionar recuerdos bonitos. Y tus recuerdos son cada día más dulces, pero como en la peli Inside Out, confieso que éstos no son amarillos (alegres) o azules (tristes); son de los dos colores a la vez. 




Porque en mis nuevas rutinas, ya no volveré a transitar por sus calles recorriendo fachadas con la mirada como quien recorre los labios del ser amado con los dedos. No saldré de trabajar bajando por la Castellana y girando por la Calle Zurbano hasta llegar a Sagasta, donde me encuentro de frente con Whitby y asomo el morro por si veo a alguien conocido. Después sigo recto hasta Alonso Martínez y alcanzo mi querido Malasaña. 



No sé si volveré a sentir que cada día puede pasar algo emocionante. Esta ciudad ya no volverá a helarme el corazón los días nublados de febrero, ni volverá a angustiarme los domingos por la tarde. No volveré a escuchar un concierto de hojas secas en el Retiro.



No habrá ese montón de gente, ese mar de fueguitos, que conocí y que me enredaron con sus historias, hasta que esas historias se hicieron mías. 

No habrá ni la mitad de los planes que me inspiraron tanto y que me incitaron a escribir, pero que al mismo tiempo me lo impidieron, y las ideas se acabaron perdiendo, como lágrimas en la lluvia. 

Ya no me asomaré a la ventana de mi minúsculo piso donde se ven árboles, tejados y alguna chimenea arrojando humo en invierno. 

No bajaré por la calle Acuerdo, donde uno siente que vive en un pueblo de suelo de adoquines, aunque sabe que detrás de esas casas bajas acecha la artería enmarañada de la Gran Vía. 

No volveré a casa de madrugada atravesando ríos de personas por la calle Espíritu Santo y sintiendo que el mundo es una fiesta extremadamente joven. 

No volverá a envolverme su luz de sol de textura cinematográfica en primavera. 

Ya no habrá terrazas en las azoteas, mercado de motores, pasar a tomar un vermut por El Candi, otear actores en la Cantina del Matadero, alcanzar a ver cómo atardece por Paseo de Rosales, la Casa Encendida un domingo cualquiera, las invitaciones sorpresa, las conversaciones con las Cuchufletix, los mil lugares nuevos que inauguran cada mes, los Renoir, el follón de Callao, Saber Cómo, el jardín botánico, Tipos Infames, La casa de la portera, Eat&love, la calle Barquillo, el palacio Santa Bárbara (mi lugar preferido para quedar en verano), las pintadas-poesía de Boa Mistura por el barrio, los conciertos en café la Palma, cuando me raptasteis para ir a Lisboa, el Caixa Forum, la plaza de Comendadoras al volver del trabajo, barbacoa en casa de Emilio o de Araceli, Dear Hotel, Conde Duque, el callejón de Jorge Juan, la plaza de san Ildefonso, latinear cuando viene alguien de fuera, La Central, acabar tomando algo otra vez en el Lateral, ir al Circo Price en la feria de julio, conseguir entrar en el Penta, el ambiente kitsch de Moroco, cada rato que pasé con vosotros, el Café Cósmico…


Qué sí, que no es el fin del mundo, que estaré bien, ¡seguro!, pero olvidar quince mil encantos, es mucha sensatez. 

Amanece y se acaban las emociones de la noche anterior. Espero que el día traiga otras nuevas. 

Madrid, sé que mi ausencia te será bastante indiferente y eso es lo que más me mata; ciudad tirana, no me echarás nada de menos. No me dedicarás ni un minuto más de gloria. Seguirás con tu fiesta y con tu jarana a la que, a partir de ahora, no te molestarás en invitarme. Ojalá pienses alguna vez en mí y recuerdes mis pasos acelerados por tus calles, pero me temo que andarás liada organizando la bienvenida de nuevas almas, urgentísimas de las emociones que eres capaz de producir. 

Y ahora conservo cada instante sabiendo de antemano que son los últimos.




Querida Madrid, ya te quería antes de conocerte y ya te añoro antes de abandonarte. 

Pronto se llenará el vacío que dejarás con un millón de otras historias aún ajenas a mí y se hará ceniza el deseo. Pero Madrid, querida, caótica, me vas como anillo al dedo y aquí hubo un fuego, y con eso basta. 




*La terraza de Café Murillo, al lado del Botánico. Uno de mis rincones favoritos de Madrid.











sábado, 29 de agosto de 2015

Que no se mueran los feos


* Escena de Soldados de Salamina (2003) en la que un soldado canta Suspiros de España bajo la lluvia. Dirección: David Trueba.

La rentreé (dichosa palabra). Este verano, junto con los deleites y placeres habituales de la época, me he reencontrado con David Trueba. Ha sido un reencuentro agradable, tras varios años sin que volviera a emocionarme con su relámpago fulgurante de genialidad y ha sido gracias a su último libro, Blitz que significa justamente eso, relámpago, en alemán. 

Ya he comentado alguna vez en este rincón, que su libro Cuatro Amigos lo habré regalado unas veinte veces durante la época de mis veintipocos y ese gesto, creo, hizo mucho bien a mi generación. Y a mis "veintiquince", compruebo que este tío me sigue encantando. Es de ésos pirados tan inteligentes, que se lo pueden permitir. 

Mi fascinación empezó cuando me recomendaron el susodicho libro. Poco después, me contó un amigo “cultureta” una anécdota del rodaje de Los peores años de nuestra vida, esa peli donde Jorge Sanz (guaperas de la época) y Gabino Diego (divertido, inteligente y feo oficial del cine español) competían por la vecina buenorra (Ariadna Gil) y cuyo final, como cabía esperar, es que la guapa se queda con el guapo. 

Pero lo sorprendente es lo que pasó fuera del rodaje. La historia dio un giro y el feo se quedó con la guapa. No Gabino, sino Trueba, el director de la cinta, se quedó con Ariadna Gil a compartir piso, a tener dos hijos y a comer perdices. 

Pero como la vida no es una peli, hace unos años la misteriosa Ariadna de labios frutales, dejó al loco genial por otro guaperas: Viggo Mortensen (tampoco la voy a criticar por este cambio, no seamos hipócritas). 

Y como dicen que uno siempre acaba escribiendo de sí mimo, andaba yo leyendo Blitz hace poco y he querido encontrar paralelismos con la vida real: en el libro la novia del protagonista, Beto, le deja por un cantante uruguayo (Vigo Mortensen es actor argentino). ¿Paralelismo casual? No lo creo.


Pero lejos del chisme rosa y de guardar odio y rencor, Trueba ofreció un papel a su ex mujer en la película española más premiada (seis goyas) del 2014, Vivir es fácil con los ojos cerrados, y por si fuera poco, cuando recogió el goya a la mejor película, en el discurso de agradecimiento, fue a su ex a una de las pocas personas a las que dedicó el premio. Aparte de esto, expuso con su tono burlón habitual que se extrañaba de haber ganado, ya que él siempre perdía y estaba acostumbrado a hacerlo. “De hecho hace no mucho escribí un libro que se llama así, Saber perder”. 

Un crack, oigan. Un hombre que se viste por los pies. A continuación, el citado momento: 


Y Blitz, que habla nuevamente del desamor y de nuevo en tono de tragicomedia, tiene párrafos demoledores, de ésos que subrayas y luego, por si acaso, doblas el borde superior de la página también (si eres de los que te permites estas licencias, que luego hay mucho ultra ortodoxo de tener los libros impolutos y pasar las páginas con guantes de fino algodón). 

“Es idiota atacar tus recuerdos, sería igual de estúpido que pisotearte la mano porque un día acarició al amor perdido” 

Y hasta aquí el espoiler de Blitz… 

Pero para mí lo más magnético del personaje, más allá de los libros, artículos y las pelis (no me gustan todas, qué conste) fue escucharle hablar por primera vez. 

Fue hace un montón de años en Valencia. Me enteré de que él y Tristán Ulloa ofrecían un coloquio a dos voces sobre cine dentro de la programación del espacio Greenspace. 

Y aquí se produjo mi gran sorpresa. A pesar del humor corrosivo que destilan sus libros, yo había imaginado a un tío taciturno, algo distante, pedante y breve en las respuestas (prejuicios preconcebidos de escritor o divo de la cultura). Pero no. 

Algunas notas que retuve en la memoria y luego anoté esa misma noche: 

- "¿Por qué empezaste a hacer películas David?" – le preguntaron. 

- “Bueno, yo normalmente ante estas preguntas suelo mentir un poco y contar historias que parezcan muy interesantes, pero ahora que estamos en un ambiente tan íntimo voy a contar cómo creo que empezó todo... 

Yo era el pequeño de ocho hermanos. Mis padres eran muy mayores; Cuando yo iba al colegio con mi padre me solían decir: ¿Hoy te ha traído tu abuelito? 

Pero antes de eso, yo disfrutaba acompañando a mis hermanos mayores al colegio con mi madre, siempre pegado a sus faldas y despidiéndoles en la puerta. Hasta que un día mi madre me dijo: - Hoy también te quedas tú.- Y percibí cierto dolor en sus palabras, pues estaba entregando al más pequeño de sus hijos, también al sistema... Y yo le dije: 

- ¡No mamá! ¡Yo no quiero!- Mi madre en ese momento me miró muy seria fijamente al interior de mis ojos y me dijo: 

- Bueno, ¡pues ya vendremos el año que viene! 

Así que pasaron cuatro años más y ya con siete años, convinieron mis padres que ya era el momento de ir a la escuela pues se exponían a ser denunciados por algún vecino y además yo no sabía ni leer ni escribir. 

Pero durante aquellos años, fui consciente de lo fascinante que era el mundo de los mayores, de las mujeres en los mercados, de las miles de historias en cada esquina. Los mayores siempre son mucho más interesantes que los jóvenes.”


Siguió hablando de su vida y de todo un poco, con un discurso divergente, enlazando anécdotas sin mucho orden, arrojando palabras como un torrente de genialidad y provocando carcajadas continuas que resonaban en el vacío de aquella nave industrial. 

“Una buena película es como coger una mariposa en el momento exacto para que pueda ser bella agarrada con alfileres”.

“¿Qué es tener éxito? ¡Yo nunca he sabido lo que era tener éxito! A lo mejor el éxito sea ir conduciendo, que alguien te pite y te insulte y tú seas capaz de no contestarle”. 

“Como decía Dalí sobre el proceso de crear (y ahora ponía una voz nasal como imitándolo): para pintar hace falta técnica, que se den las coordenadas espacio temporales concretas, ¡y por supuesto!, es necesario que un ángel en el momento exacto guíe tu mano"... 

Después de esta historia, he podido hacer seguimiento de su prolífica creación de artículos, guiones, películas, colaboraciones y hace poco escuché que está haciendo un documental sobre su amigo y cantante Francisco Nixon. ¡Vaya mezcla! Incluso ha dirigido y actuado en un videoclip de Jorge Drexler, bailando junto al propio Drexler, Javier Limón y Toni Garrido, descoordinado y con menos gracia que un pato mareado.


Los relámpagos son esos fogonazos que no esperas y de pronto han cambiado algo. 

Blitz es de nuevo soledad, corazón roto, orfandad emocional, y belleza, pero belleza alejada de las portadas de las revistas, más parecida a una mujer sexagenaria. 

Y Blitz también es una reivindicación de lo inútil: “Creo que la felicidad de las personas está en lo inútil, en las cosas que sólo son valiosas para nosotros y por eso nadie te las puede quitar”. 

Pues queridos, qué queréis que os diga, yo a este tipo de personas las acabo encontrando guapas, guapas de verdad.

sábado, 11 de julio de 2015

Siempre quise ir a LA


El segundo día del viaje amanecí con un cóctel en mi cabeza a base de jet lag, dormidina (para combatirlo) y un toque de mi tendencia habitual de los últimos tiempos de ser la insomne del año. Sentía por la mañana como si una apisonadora me hubiera pasado por el cerebro, tal y como debe haberse sentido Keith Richards casi todas sus mañanas. 

De esa guisa, cruzamos en bicicleta el Golden Gate, y la corriente fría de California (decía Mark Twain que el invierno más frío que había pasado era una verano en San Francisco), junto con la neblina, me despejaron de un bofetón y hasta hicieron que me pusiera a cantar mientras pedaleaba y dejaba tras de mí una estela de recuerdos del día B. 


Al dejar San Francisco a los tres días de haber llegado, alquilamos un mustang descapotable. El señor de la tienda de alquiler, al vernos dar saltitos y hacernos fotos subidos en él nos miraba con cara de: “Qué fatiga me dais. Debéis ser los guiris un billón que hacéis idéntica escena. Ahora me apuesto dos cervezas a que pondréis a todo volumen Born to be wild"

Tras comer en Carmel by the sea, iniciamos el trayecto por el Big Sur, donde bordeamos una costa recortada de aguas azul lapislázuli y espuma, pero no sonaba Born to be wild, sonaban algunas de estas canciones: Bohemian rhapsody, Beyond the sea, Gloria (Mando Diao) o You are always on my mind. 


Mirando el sol desparramándose y deviniendo en rosa anaranjado y los bosques de secuoyas, pensé que en estos paisajes que íbamos atravesando debían tomarse las fotos que luego yo me dedicaba a buscar, y no siempre encontraba, en Tumblr o Pinterest. 


Y también aquí se encontraba la inspiración de escritores como Keourac o Henry Miller que luego inspiraron al resto de la humanidad. 

“I know we were conjugating the verb love like two maniacs” (Henry Miller) 


Tras muchos kilómetros recorridos, llegamos a LA. Siempre quise ir a LA, porque es la ciudad que de alguna manera ha configurado nuestra mente a través de las pelis y series con las que hemos crecido. Y como esperaba, me decepcionó un poco. Porque “nunca hay que cometer el error de contrastar nuestros sueños con la realidad”. 

Siempre que viajo, pienso cómo sería mi vida si hubiera crecido allí, ¿pensaría y sentiría cómo ahora? ¿Y si me hubiera venido hace quince años a Los Ángeles a hacerme actriz? Ay no, qué miedo... 


El hotelito de la playa de Venice, me parece de los lugares con más encanto de todo lo que llevamos de viaje. Me gusta por su sencillez, por las fotos de grupos de música y surferos en las paredes y porque hay una pizarra con tizas de colores en el cuarto. Además ponen café del bueno en el desayuno (sin grandes pretensiones) de la mañana. 


Tras dedicarnos un poco a las playas californianas y sus quehaceres (que no a bañarnos, pues el agua es gélida) nos aguarda la última parada del viaje: Las Vegas. 

En la sin city me siento como un chiquillo ante una tienda de chucherías al que le dan permiso para comer todo lo que quiera sin medida. Y al final se siente atiborrado y enfermo con tanto exceso de hedonismo. 


A ratos, entre tanto cartel luminoso gigante, tiendas abiertas 24 horas y personas jugando continuamente en los casinos, siento algo de agorafobia. 

Tras un caluroso paseo, nos sentamos a tomar algo en una terraza donde parece que cae la tarde, pero en realidad aquello es una decorado imitando las calles de Venecia, con un cielo y una luz de atardecer falsa, al más puro estilo El Show de Truman. 

En ese mundo artificial sólo deseaba encontrar algo que fuera auténtico. Y por suerte, entonces llegó una tormenta de verano perfecta.


He vuelto, además de sacudida, como siempre que uno viaja, con una sensación chula, como de septiembre. 

Tengo la cabeza llena de postales y fotogramas que me hacen sonreír. Mereció la pena las múltiples discusiones y nervios para preparar el día B. y este viaje. Mereció la pena complicarse un poco la vida y como decía Jodorowsky, hacer actos poéticos. 

Salvo algunos días donde me aguarda otro road trip muy especial, se avecina un verano en la ciudad que afrontaré buscando el consuelo en las noches de verano de Madrid repletas de planes, como cines de verano o las terrazas chispeantes y la agradable sensación de ir un poco al revés de todo el mundo. 

Pero que nos quiten lo bailado (y lo conducido). 








martes, 28 de abril de 2015

Tokio ya no nos quiere




Hace justo un año me pasó algo que no esperaba: me quedé sin trabajo. 


Lo primero que se me pasó por la cabeza fue: “¡Ten cuidado con lo que deseas!” Porque unas cuantas mañanas había abrazado la feliz idea de no ir a trabajar. Como cuando de pequeños soñábamos con quedarnos encerrados una noche en el Corte inglés y podíamos jugar e investigar toda la noche. 



Abordé mi nueva situación con optimismo, y al principio cada mañana madrugaba y hacía cosas que me hacían sentir bien: beber zumos verdes, rojos y amarillos, ir al gimnasio dos horas y trazar mi nuevo plan de acción de vida. “Es el momento de reinventarme, de hacer todo aquello que nunca tengo tiempo de hacer y siempre he querido, como por ejemplo, ordenar las miles de fotos almacenadas en el disco duro” (…) 




Pero más o menos al sexto día, me aburrí infinitamente de esas rutinas y decidí que las mañanas serían más emocionantes lejos de mi minúsculo piso, porque la soledad me gusta sólo un rato y porque la primavera aporreaba con fuerza la puerta de mi casa, como el típico amigo que no te conviene. 

Un consejo; si te has de quedar sin trabajo, mejor que sea en primavera. Y mejor que sea en Madrid. 


Mi intención era encontrar un pequeño cuartel general para pasar las mañanas mientras estudiaba un poco, leía o buscaba trabajo. 

Al principio me dejaba caer por los sitios molones tan de moda en Malasaña, de mesas corridas, sillas recicladas, cup cakes y panela (mucho más sana que el azúcar) para el cappuccino. Pero aquello estaba empezando a acabar con mi precaria economía. Así que decidí buscar un lugar más acorde a mi situación actual. 

 


Era un bar al que no hubiera entrado de motu proprio. Pero unas palabras en la puerta me atrajeron a su interior como un imán: “wi-fi gratis”. Pensé al entrar que allí era imposible publicar una puñetera foto en Instagram y que quedara “cuki” por mucho filtro que le echara. 

Se llamaba Bar Tokio. Y lo regentaba con gran brío, la señora Alicia. Era una buena señal, ya que por norma general, me suelen fascinar las personas cuyo nombre empieza por “A”. 

Alicia era bajita, de padre cubano y madre nicaragüense, tenía dos hijos y ya peinaba canas. Emitía una vitalidad y energía que a mí me agotaba sólo de verla. 


Al servirme el café con leche y la tostada me espetó: 


- Perdona mi niña, ¿te han dicho alguna vez que te pareces a?.... 

- Alguna que otra vez, sí. 

Desde ese día empezó a llamarme Alteza a “grito pelao” siempre que me veía entrar por la puerta. Y cada día nos fuimos acostumbrando más la una a la otra. 
Mientras desayunaba, charlábamos de todo un poco: de las noticias que salían en la televisión a esa hora de la mañana, de Madrid, de Managua, de la gente de allí, de la gente de aquí, de las costumbres de acá, de las de allá, de que si el novio de Chabelita tenía muy poca vergüenza y no daba un palo al agua… Asuntos de muy diversa índole.
 



Y pronto empezaron para mí las tediosas jornadas de entrevistas donde recorría Madrid y alrededores con un nudo en el estómago y algo de desidia. Así que a veces, me pasaba antes de cada cita por el Bar Tokio a tomarme el cafecito y a ver si me sacudía un poco las inseguridades. Y después de charlar un rato con la señora Alicia, salía de allí más reforzada, aunque con algún daño colateral, como intenso olor a aceite de churros. 

Me imagino a algún entrevistador escuchándome y tomando sus notas: “La candidata cumple el perfil profesional. Como áreas de mejora: huele a fritanga” 


Porque a primerísima hora ya estaba la Señora Alicia sirviendo desayunos, mientras freía patatas para la tortilla o preparaba las lentejas del menú del día. Y es que ella al principio de llegar a Madrid hacía ya diecisiete años, cocinaba arroz con frijoles (gallopinto), maduro frito, y empanadas, pero pronto entendió aquello de “allá donde fueras…” 



Alicia no era una maestra ascendida. Tan sólo una de esas personas “faro” escondidas entre la multitud. De las que no se ven a primera vista, hasta que no te paras un momento a observarla. Transmitía una luz blanca y contagiosa, y eso lo sabía yo y el resto de parroquianos que a diario abarrotaban la barra con escrupulosa puntualidad.


Era una persona “sanadora”, como suelen ser la mayoría de madres que conozco. Fue una sorpresa que me colocó la casualidad en mi nueva rutina en un momento en que me sentía un poco como Bill Murray en Lost in traslation.
Aunque todos nos sentimos Bill Murray de cuando en cuando. 
 


Aquella temporada duró unos pocos meses. Las mañanas las solía pasar en Bar Tokio, las tardes aquí y allá. 


Nunca he estado en Tokio, tampoco he leído el libro de Ray Loriga, tampoco se me ocurrió nunca preguntarle a la señora Alicia por qué le puso ese nombre a un bar donde casi siempre se escuchaba reggaeton y se mezclaban aires caribeños y castizos. Jamás llegué a poner en orden las fotos del disco duro. 



Pero hoy que vivo siempre en permanente estado de alerta, me acuerdo con nostalgia de las horas muertas en el Bar Tokio, donde me refugiaba para no sentirme sola y donde siempre salía con olor a fritanga y con ganas de comerme el mundo.


Tokio ya no nos quiere. Lory Meyers







sábado, 14 de marzo de 2015

Deshielo

En los últimos días se me ha llenado la cabeza de canciones que hace mucho que descubrí e hicieron mi vida más emocionante. Son canciones de Suede, David Bowie o Queen. Pero son de las animadas: Trash, Starman, Rebel rebel, Under Pressure o Don´t stop me now; de las que me hacen bailar delante del espejo. 


No me dejan pensar con claridad ni mantener una conversación lógica, porque el volumen está demasiado alto. Y aunque el paso del tiempo dicen que lo vamos contabilizando a través de las hojas del calendario que vamos arrancando o de las patas de gallo que vamos sumando, creo que las épocas de la vida las marcan las canciones que estábamos escuchando en un momento determinado, qué curso o trabajo ocupaban nuestras jornadas aquel año, o con quien pasábamos el rato.

Yo pensaba que si mi vida fuera una peli, la BSO sería de Alberto Iglesias, y combinaría momentos de drama y momentos de felicidad como éste. 



En los últimos días noto como se van esfumando los hombres grises y de las sombras de Momo, el Ghotam de la noche eterna, y el mundo se parece más a los colorines de un anuncio de Benetton o a un shooting de moda technicolor: “Esta temporada los tonos flúor siguen siendo tendencia” - diría alguna it girl, reina de Instagram, paseando por el Retiro con stilettos de veinte centímetros. 

Los viandantes al cruzarse por la calle, se miran más atentamente a los ojos y todo aparece bañado de una luz que hace que se perciban los colores en alta resolución. 

Vamos por ahí todos medio enamorados, algo inconscientes, nos crecen alas. Como en esta peli que me encantó; “Los amores imaginarios”, donde dos amigos de toda la vida se enamoran del mismo chico; un tipo con aspecto andrógino y rizos dorados, como un querubín. ¿Quién no ha tenido alguna vez un amor imaginario? Una de mis escenas favoritas es ésta, con esta canción de Isabelle Pierre que es deliciosa (creo que nunca había utilizado este adjetivo en una canción: cum laude de cursilería.) 


Les amours imaginaires


Por un momento, en Madrid y en mi cabeza se decreta un alto el fuego y una paz relativa. 

“Y el mundo me parece más humano, más amable y menos raro”. 

Me elevo un poco del suelo, sigo recto donde debería haber girado hace dos calles, me llegan recuerdos bonitos que me hacen sonreír como una tonta. 

Desde la planta veintiocho, ya no se ven a lo lejos casi montañas nevadas y en su deshielo, descienden ríos de agua clara por la Castellana, así que vuelvo de trabajar en góndola. Y en la plaza de Colón se crea algo de atasco, como si estuviéramos paseando bajo el Puente de Rialto, y los gondolieri se insultan unos otros, pero como lo hacen en italiano, suena a sonata. 



La luz del atardecer tardío es color vainilla y lo envuelve todo como si lo bañara en miel. Me siento como cuando mi madre venía a por mí a la puerta del colegio con un cruasán y un lingotín para merendar (en mi casa siempre me negaron la bollería industrial, y probar un bollicao era algo tan grave como iniciarse en las drogas). 

Y ahora, la calle huele a eso, a merienda de la infancia, a ganas de todo al mismo tiempo. 

Abro el ordenador y me encuentro con post pendientes de leer. Leo párrafos que generan corrientes eléctricas por mis venas y que luego me vienen a la cabeza en momentos insospechados: en el supermercado, encima de la bici o en una reunión. Como dice Iván Ferreiro: "Me has mojado". Sospecho al leer esas líneas que no soy la única afectada por este subidón estacional. Touché!

Canción húmeda. Iván Ferreiro


Tengo muchas ganas de que hablemos un rato y gestionemos menos, tengo ganas de que nos tomemos algo y veamos caer la tarde. 

“Siempre considero que no te digo cuanto siento, cuanto pienso, cuanto creo, cuanto me importa, cuanto me mueve, cuanto me desespera. Sobre todo, cuanto sueño (…) 

Tal vez eso que no te digo se identifique tanto conmigo que al comunicártelo no me quedaría ya nada más de mí. Me vaciaría de tal modo que, en definitiva, comprobada la verdad de eso, ya no habría ni zarza, ni fuego, ni deseo en mí.” 

(Ángel Gabilondo) 

Paladeo las palabras que no te dije, las que te diría, aquellas frase que un día apareció en mi cabeza y no sé fue hasta que la escribí en algún sitio…. Y tenía razón. 

Scarlett Johansson me cae regular, pero esta canción es maravillosa. 


The Moon Song. HER


Ayyynnsssss…. 





















viernes, 6 de febrero de 2015

Un buen día

07:15. Suena el despertador, es decir, el móvil. Lo apago de un manotazo (...) 

07:20. Suena el despertador. Ídem. 

07: 45. Suena el despertador. Lo apago, abrazo el móvil. Empiezo a soñar que salgo de la cama, aún sentada en la cama, me desperezo y enfilo hacia la ducha… qué bien, qué a gusto se está sin sentimientos de culpabilidad. 

08:15. Suena el despertador. ¿Dónde está el móvil? Creo que en algún rincón dentro de la cama. Ya parará… 


08:30. Entra Jordi en el cuarto. 

- Me voooyyyy!, hasta lueg…! ¿¿Otra vez te has dormido?? 

- ¡Mierda! - Salto de la cama, no hay tiempo para nada... Salgo pitando. ¡Qué rabia me da empezar así de mal el día! 

Hace frío en Madrid, demasiado frío, y aunque todo va bien, tampoco se puede decir que en ese momento tenga “el corazón contento, el corazón contento lleno de alegría…” Creo que me influye demasiado la meteorología. Si viviera en Noruega fijo que tendría que adquirir una lámpara de "luminoterapia" para segregar serotonina. 

Hay cola en el ascensor que desciende al metro de Noviciado. Justo antes de entrar, se me cuela una señora y la puerta del ascensor se cierra en mis narices, no sin antes regalarme una mirada triunfal. 
Le odio, señora… 

A esa hora en el metro todos nos esquivamos la mirada. Mientras mordisqueo unas galletas de desayuno a palo seco, fijo la mirada en un nene chinito muy gracioso con pelo casco que sin lugar a dudas es el más alegre del vagón. Juguetea con unos muñequitos haciendo los típicos ruiditos que hacen los nenes para dotar de acción a sus muñecos: piuuuujjjj, chiuuuuuu, piñau, piñau!! 




Me quedo mirándolo y cuando me observa de refilón, le pongo una cara fea y el nene se parte de risa. 

¡Qué mono por favor! Pienso en mi sobri, con su risa de Heidi y sus pelos de loco. Pienso que en el fondo, me molan mucho los nenes y tampoco tengo tan adormecido el instinto maternal (…) 

“Próxima parada; Cuzco!” 

Joder, me he pasado de parada… 

09:45. Entro por la puerta del trabajo. Mi compañera me anuncia que me ha llamado mi jefe un par de veces para que vaya a su despacho en cuanto llegue. 

Fenomenal, para una vez que me llama y se entera de que he llegado cuarenta y cinco minutos tarde – voy pensando de camino a su despacho cabizbaja. Y entonces, a la blanca luz de la oficina, reparo en que llevo un calcetín negro y otro azul marino…. Agggghhhh.. 

- Tenemos una reunión importante en diez minutos – me suelta. Vente y luego preparamos una propuesta para enviarla al cliente. 

En la sala hay cuatro personas más de otros negocios, mi jefe y yo. De pronto uno de ellos dice del tirón: “Pensamos que ésos son los drivers para tomar el pulso y establecer el delivering” 

¿En serio ha dicho eso? Miro hacia el resto de asistentes, a ver si alguno está tan alucinado como yo y me devuelve una mirada cómplice y risueña, pero no. 

¿Tú qué opinas? – todos me miran. 

Ehhhh, sí, creo que debemos favorecer el empowerment para así mejorar el engagement y al mismo tiempo, diseñar estrategias de employer branding y talent attraction… 



Por fin en mi sitio. Concienzuda, me pongo a preparar el documento. Cuando parece que veo la luz al final del túnel, mi ordenador empieza a hacer el tonto y se queda bloqueado. Desesperada, acudo a la ventanilla de Help Desk con él en la mano: 

- ¡Que no se pierda el documento! Sálvalo, sálvalo!!! - Digo histérica.

A lo que el informático contesta: Pero, ¿has reiniciado? 

Cuando le presento el trabajo a mi jefe, me ofrece su contestación favorita: 

- “Dale una vuelta” y lo vemos en media hora. 

Salgo al fin de trabajar y tras reflexionarlo tres segundos, llego a la conclusión de que hoy tampoco me verán el pelo en el gimnasio. Total, no me lo han visto en cuatro meses, un día más no va a ningún sitio. 

Ahora llueve y paso a paso, mi pelo va adquiriendo ese aspecto "estrufado" que todos los que no hemos nacido con el pelo liso japonés, conocemos bien. 

Miro el móvil; el grupito de WhatsApp “Cuchufletix” está muy animado, me salto los ochenta y tres mensajes no leídos y voy directamente al último: A las 21:00 horas en Bar Pajarita. Esto sí me convence más. 

Entro por la puerta y me recibe una luz suave de velas, un aroma muy rico y un local tranquilo y acogedor. 

Hacía mucho tiempo que no nos veíamos y estamos pletóricas. Hablamos de la vida, del amor y de algunos cambios que parecen inminentes. Ante la pregunta del camarero a mitad cena de si "deseamos más vino", la respuesta al unísono es que sí. 

Estos días no saldrán reflejados en nuestras biografías, pero tampoco es que me importe mucho. Brindamos y el día se convierte en perfecto. 



Les passants. ZAZ

sábado, 27 de diciembre de 2014

La única gente que me interesa es la que está loca


“Termina siempre así, con la muerte. Pero antes, hubo vida. Escondido debajo del bla, bla, bla, bla. Y todo sedimentado bajo los murmullos y el ruido. El silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. Los demacrados, caprichosos destellos de belleza. Y luego la desgraciada miseria y el hombre miserable. Todo sepultado bajo la cubierta de la vergüenza de estar en el mundo. Bla, bla, bla, bla. Más allá, está el más allá. Yo no me ocupo del más allá. Por tanto, que esta novela dé comienzo. En el fondo, es sólo un truco. Sí, es sólo un truco.” TONI SERVILLO - Jep Gambardella
 



Ese año buscaba compañera de piso y al anuncio que publiqué en internet se presentó ella en la puerta de mi casa fumando, cuando hacía mucho que ya no se fumaba en espacios cerrados, y con una chaqueta de leopardo. Y se quedó a vivir un año entero.


Diana era como un cohete a punto de estallar. De esas personas que siendo magnéticas, en determinados momentos prefieres que se alejen de tu exquisita normalidad porque te desestabilizan, ¡y yo sólo quería un poco de estabilidad!

Pero Diana tenía muchas cualidades a las que no podías renunciar: Poner siempre la canción adecuada, tener siempre los ojos muy abiertos, arrancarte risas de buena mañana desaflojando de un golpe el nudo que tenías en el estómago hacía un minuto o dar a entender que todo a su alrededor le parecía una broma. Aunque no fuera verdad.

Para ella no existía el aburrimiento, ni los domingos de relax, ni por supuesto quedar para tomar un café. Ella nunca utilizaba el verbo descansar en primera persona.
También parecía que nunca entristecía, si acaso se enfurruñaba, si acaso explotaba en un arrebato de ira y lanzaba cosas por los aires, como en las pelis, como siempre has querido hacer pero nunca te has atrevido. No he conocido nunca a nadie que destrozara con tanta facilidad los teléfonos móviles que iba adquiriendo; a veces se le caían, a veces lo lanzaba al suelo con furia, culpándole de la conversación que acababa de tener.

Ese año que compartimos techo, nevera y playlist de Spotify, nos convertimos en grandes amigas, o quizás no, y sólo fue una ilusión mía. Me sentía fascinada por su personalidad, su hiperactividad, sus “ganas de todo al mismo tiempo” y toda esa inteligencia proyectada en sus ojos verdicastaños.

Ella era feliz siempre en movimiento, como una peonza, como la bolsa de American Beauty, meciéndose bellamente. Ella era como las cataratas de Iguazú, que al romperse producían un inmenso arco iris. She´s like a rainbow.

Cuando salía de la oficina siempre tenía un millón de cosas que hacer. Cada día de la semana había un plan diferente. ¿Quién dice que los lunes noche eran aburridos habiendo concierto en Café La Palma?, los martes partida de póker, los miércoles clase de teatro...

Cuando Diana aparecía en una fiesta, una reunión de trabajo o un bar, todo el mundo se alegraba secretamente porque sabían que algo emocionante iba a pasar. Era única en entablar conversación con personas a las que no conocía de nada, relatar anécdotas increíbles, imitar acentos e improvisar monólogos.

Junto a ella me sentía alguien más importante. Como si el ser amiga suya me infundiera un halo divino; me sentía como se debía sentir la más `guay´ del instituto a la salida de clase.

Mis amigos y conocidos me llamaban más que nunca para hacer planes y no colgaban sin antes preguntar: ¿vendrá Diana también?



Y yo era incapaz de no dejarme convencer para organizar todo tipo de planes absurdos o fiestas temáticas cada viernes. Y los sábados a mediodía, cuando amanecíamos con la casa arrasada como si hubiera explotado la bomba de Hiroshima, yo me prometía con el puño en alto modo Scarlett O´Hara que era la última fiesta… pero el propósito me duraba justo una semana.

Jamás hubo nada tan sagrado en su credo como los viajes y la música en directo. Con ella me aficioné a recorrer algunos de los principales festivales indie del país. Ésos que tanto me hicieron reír y bailar pero a los que no volvería hoy (sin hotel mediante) ni a tiros. Ella siempre sabía mucho más de música que tú y así te lo dejaba claro siempre que encontraba la oportunidad.

Aunque no era estrictamente guapa, Diana era atractiva como un imán y cuando entrábamos en los bares, si alguien se había permitido la desfachatez de no reparar en ella, al poco quedaba atrapado como una luciérnaga en la luz de su órbita.

Creo que una vez, en aquel año en el que vivimos intensamente, alguien le hizo perder la cabeza, pero sencillamente no le venía bien o no tenía tiempo; el mundo era demasiado grande, las noches eran largas y el tiempo escaso. Era justamente esa inmensa indiferencia que manejaba hacia las relaciones afectivas, uno de sus grandes atractivos.

Seguirla era misión imposible; lo intenté varias veces y me quedé exhausta, perdí varios kilos, me quede en “ná”. Y eso que ella corría de un lado a otro subida a taconazos de diez centímetros, casi siempre con los cascos de música, como si el silencio le agobiara.

Y cuando llegó septiembre, lanzó una moneda al aire y decidió irse a trabajar a Berlín. Como si volver a pasar por las cuatro estaciones bajo el mismo techo fuera un déjà vu, una claudicación. Y aunque prometimos estar en contacto, sabía que no ocurriría.

Han pasado ya varios años y hoy me he acordado de Diana. ¿Qué le divertirá ahora?, ¿qué lugares le quedarán por viajar?, ¿qué acontecimientos le pondrán los pelos de punta?, ¿se habrá dado licencia a sí misma para enamorarse?

Y no sé si Diana vivía muy deprisa, si vivió demasiado o si se olvidó de vivir. Lo que único real es que cuando se fue con su abrigo de leopardo y con su estela a cualquier otra parte, las rutinas en mi casa se volvieron descafeinadas, se instauró el silencio y el sol, cabreado, me hizo durante un tiempo el vacío, no sin antes girarse y hacerme un corte de manga.



 

What Katie did. The Libertines